Crisis de la República Romana III: La dictadura de Sila

jueves, 7 de mayo de 2009

Ya hemos comentado anteriormente el intento de Sila de obtener el consulado del año 87 a.C. para sus allegados; esfuerzo que fracasó al salir elegidos L. Cornelio Cinna y Cneo Octavio, ambos opuestos a sus postulados políticos. Para comprender de forma global lo que sucederá a continuación conviene recordar también el problema que para Roma suponía conceder la ciudadanía prometida durante y tras la Guerra Social. La clase política romana apenas tardó en dividirse entre partidarios de los “viejos” y “nuevos” ciudadanos: Cneo Octavio, por ejemplo, formaba parte de los primeros, mientras que el ya fallecido Sulpicio (como indican sus intentos reformadores) o el propio Cornelio Cinna se contaban entre los segundos.


Cinnanum tempus

Apenas hubo embarcado Sila rumbo a Grecia para enfrentarse a Mitrídates, la situación en Roma empeoró rápidamente. Partidarios de Cinna y Octavio se enfrentaron a cuchilladas en el foro, produciéndose numerosos muertos y heridos. Derrotado, Cinna huyó de Roma y buscó refugio en diversas ciudades latinas próximas que veían sus intereses perjudicados por los últimos acontecimientos políticos. Como respuesta, el senado se apresuró a deponerlo del consulado y colocar en su lugar a Lucio Mérula.

Cinna, mientras tanto, consiguió atraerse a su bando a la mayor parte de las tropas que Sila había dejado en Campania reprimiendo los últimos focos de sublevados samnitas. Mario regresó en su ayuda de su exilio en África y rápidamente consiguió reclutar a unos seis mil soldados entre esclavos libertos y las propias poblaciones samnitas. Tras conseguir algunos apoyos más de última hora (como el de Quinto Sertorio) ambos marcharon contra Roma, que no tardó en rendirse. La actitud ambigua y pasiva de Pompeyo Estrabón, que decidió no intervenir pese a que contaba con prácticamente las únicas tropas que hubiesen podido organizar una defensa, favoreció sin duda los intereses de Cinna y Mario.

Una vez tomado el control de la urbe, la represión desencadenada por Cinna y sus partidarios fue brutal. Numerosos senadores, incluyendo a Octavio, fueron perseguidos y ejecutados. Mérula se suicidó y la familia de Sila a duras penas consiguió escapar de los tumultos y reunirse con él en Grecia, mientras sus propiedades eran completamente saqueadas y arrasadas. Cinna y Mario, por su parte, se aseguraron de monopolizar el consulado durante los años siguientes, si bien Mario falleció por causas naturales a comienzos del 86, nada más iniciado el séptimo consulado de su carrera. Cinna desempeñaría el cargo, de forma sucesiva e ininterrumpida, hasta el 84 a.C.


Sila en Asia

En medio de todo este jaleo, llegaban a Roma noticias de las victorias de Sila en Oriente. Sin embargo, pese a su posición militar ventajosa, éste se encontraba atrapado en Grecia al no disponer de una flota con la que cruzar el Egeo y enfrentarse directamente a Mitrídates. Intentando aprovechar tal situación, Cinna envió al cónsul sufecto (sustituto en caso de que uno de los dos cónsules muriera durante el ejercicio de su cargo), Lucio Valerio Flaco, a Asia. Por suerte para Sila, Flaco no sólo era codicioso y sanguinario sino también un inepto de primera. Sus propias legiones se amotinaron y lo asesinaron, quedando su legado Flavio Fimbria al mando. Sacando partido de su flota, Fimbria consiguió expulsar a Mitrídates de la zona de Pérgamo y luego supo ganarse las simpatías de los habitantes de Ilión para que le abriesen las puertas, tras lo cual saqueó y destruyó la ciudad a traición.

Las incompetencias de Flaco y los desmanes de Fimbria otorgaron a Sila un tiempo precioso, que no desaprovechó. Mientras comenzaba a negociar la paz con Arquelao (general de Mitrídates), envió legados a diversas poleis y estados aliados de Roma, que le proporcionaron una flota pequeña, pero suficiente como para embarcar a buena parte de su ejército y pasar a Asia. En el año 85 a.C. consiguió reunirse con Mitrídates en Dárdano (en la región del Helesponto), donde firmó una paz bastante favorable para el monarca póntico teniendo en cuenta la situación que atravesaba la guerra en aquellos momentos. Mitrídates conservaba todo su reino del Ponto a cambio de devolver las conquistas realizadas aprovechando la Guerra Social y prestar a Sila algunos barcos para que este pudiese regresar a Italia con todas sus tropas.

Los motivos por los que Sila se mostró tan generoso en Dárdano resultan muy claros: por una parte no le interesaba seguir alargando la guerra contra el Ponto mientras sus enemigos campaban a sus anchas en Roma (recordemos que Sila había sido declarado hostis publicus tras el golpe de Cinna), y por otra existía el riesgo de que Mitrídates firmase la paz con Fimbria y no con él, lo cual reforzaría claramente los intereses de Cinna y dejaría a Sila en una posición muy difícil.

Una vez arreglado el asunto con Mitrídates, Sila marchó contra Fimbria y tras algunas escaramuzas logró cercarlo en Tiatira (actual Akhisar). Las tropas de Fimbria, cansadas tras una campaña tan mal planificada y dirigida, se rindieron rápidamente sin apenas resistencia; el legado consiguió escapar, aunque terminó suicidándose en Pérgamo. Sila necesitó todavía algún tiempo para pacificar una provincia muy alborotada por las recientes guerras, castigando a los instigadores de las persecuciones antirromanas del pasado y persiguiendo a los esclavos liberados por orden de Mitrídates para devolvérselos a sus dueños. Finalmente, dejando en Asia a una parte de su ejército para asegurarse de mantener el orden y aplastar las últimas resistencias (como Mitilene), Sila partió de vuelta a Italia.


Guerra civil

En la primavera del año 83 a.C., con cinco legiones veteranas a sus órdenes, Sila desembarca en Brundisium, Apulia, el “tacón de la bota” italiana. No tardó en obtener los apoyos de varios personajes descontentos con el gobierno de Cinna, como los futuros “triunviros” Marco Licinio Craso y Cneo Pompeyo, joven hijo de Pompeyo Estrabón (que había muerto por enfermedad en el 87 a.C.). El favor de Pompeyo resultó importante en tanto que implicaba añadir la legión bajo su mando (“heredada” de su padre, junto a una nutrida red de clientelas sociales en la zona del Piceno) a las ya de por si potentes huestes de Sila. Incluso algunos antiguos colaboradores de Cinna, como Cayo Verres, se pasaron entonces al bando silano.

La guerra civil se alargaría durante dos años. Constituyó el primer gran enfrentamiento armado de romanos contra romanos, y terminaría dejando tras de sí numerosas cicatrices y heridas abiertas que envenenaron todos los ámbitos políticos romanos durante las décadas siguientes. La resistencia fue dirigida no por Cinna (que había sido asesinado por sus propios soldados durante un amotinamiento en Liburnia en el año 84), sino por los cónsules de los años 83 y 82 respectivamente.

La primera batalla importante en campo abierto tuvo lugar en Sacriporto (82 a.C.), donde Sila derrotó con contundencia al joven cónsul Cayo Mario (hijo del Mario sobre el que tanto hemos disertado con anterioridad). Sila desató entonces toda su crueldad contra los prisioneros samnitas que habían formado parte del ejército de Mario, conducta difícil de explicar y que no hizo sino dificultar las cosas para él, en tanto que provocó una nueva sublevación general de las poblaciones samnitas de Campania, apoyados además por los lucanos.

Con bastante esfuerzo fue capaz Sila de contener a los samnitas mientras continuaba su avance hacia Roma. Allí, frente a las murallas de la ciudad, se libró la batalla decisiva de la guerra en las inmediaciones de Porta Colina. La victoria aplastante de Sila puso prácticamente final al conflicto: el joven Mario huyó a Praeneste y terminó suicidándose poco después cuándo la propia Praeneste cayó ante los ejércitos silanos. La mayor parte de los “marianistas” que consiguieron escapar huyeron de Italia y buscaron refugio en otras provincias para continuar la resistencia: Quinto Sertorio se hizo fuerte en Hispania, mientras Papirio Carbón y M. Perpenna tomaban el control de África y Sicilia respectivamente.


La dictadura de Sila

Tras conceder a Pompeyo un imperium pretorio (cargo excepcional teniendo en cuenta que por aquel entonces Pompeyo era un simple particular que no había desempeñado ninguna magistratura) para que continuase la guerra contra los marianistas, Sila reunió al senado en el templo de Belona. Su objetivo era la aprobación oficial de una nueva lista de enemigos públicos, mediante la que poder deshacerse de todo resquicio de resistencia. El senado no se dejó amedrentar y rechazó la propuesta, a lo que Sila respondió promulgándola de todas formas desde su cargo proconsular. En la lista final figuraban unos 80 senadores, además de influentes personalidades de rango ecuestre. Inmediatamente se desencadenó una cacería en toda regla por Italia, puesto que entregar la cabeza de un hostis publicus en Roma permitía el cobro de una sabrosa recompensa (más de 10000 denarios por “pieza” atendiendo a Plutarco).

La dirección de una de estas ‘bandas de cazadores’ fue otorgada a L. Sergio Catilina, el futuro gran enemigo de Cicerón, que presumiblemente llegó a amasar grandes riquezas a base de hacerse con los bienes y propiedades de los proscritos a los que daba muerte. Sila dictó, posteriormente, una ley más amplia referida a todos sus enemigos, estableciendo la confiscación de sus bienes y la prohibición de ejercer cargos públicos a sus descendientes durante dos generaciones. Para consolidar su posición, obligó al senado a ratificar todas sus decisiones y, ante la ausencia de las figuras consulares (muertos ambos durante la guerra civil), ejecutó toda una serie de ‘piruetas’ políticas y administrativas que culminaron en su designación como dictador, obviamente con los plenos poderes asociados al cargo pero sin ningún tipo de límitación temporal.

Una vez hubo acumulado un poder absoluto en sus manos, Sila se embarcó en un ambicioso proyecto reformador que, en su propia opinión, supuso la “reconstrucción de la res publica”. Se trató de una reforma demasiado amplia y profunda como para exponerla aquí detalladamente, baste mencionar una reglamentación exhaustiva de muchas magistraturas, la reposición de buena parte del senado (diezmado por la guerra civil y las persecuciones posteriores) a base de nombramientos a dedo, un denso programa de fundaciones coloniales para asentar a los fieles veteranos de la campaña en Asia, una notable reducción de las competencias del tribunado de la plebe y, por último, la eliminación del reparto subvencionado de trigo entre la plebe romana (implantado en su día por Cayo Graco). En conjunto, resultaron sin duda una serie de medidas encaminadas a reforzar el poder de la oligarquía optimate y evitar cualquier auge futuro de la temida “amenaza popularis”.

Resulta difícil juzgar de una forma global el periodo silano sin verse sujeto a las simpatías que unos u otros contendientes puedan despertar en el lector. Los historiadores clásicos que narran estos acontecimientos (como Apiano o Plutarco) manejaban unas fuentes de indudable parcialidad ideológica: por un lado las memorias del propio Sila, y por otro la propaganda popularis que vino tras el final de la dictadura.

Siendo realistas, más allá de las mejores o peores intenciones de sus reformas, el régimen silano quedó marcado a fuego en la memoria romana como un periodo de extrema crueldad. El mismísimo Julio César, antes de enfrentarse a Pompeyo en Farsalia, exhortó a sus tropas a derrotar la crueldad de un “general silano”. El propio hecho de movilizar a un ejército romano contra la propia urbe (y por dos veces) sentó un tentador precedente para las aspiraciones monárquicas de César y Octavio, que vendrían después.

En última instancia, ese es el gran detalle que coloca a Sila en un escalón completamente distinto al de César o Augusto: Sila nunca aspiró a perpetuarse en el poder. Creyó ingenuamente que con una rápida reforma sociopolítica y la limitación de la influencia de los sectores políticos popularis bastaría para asegurar la estabilidad de la república durante largo tiempo. A finales del año 81 a.C., Sila abdicó de su cargo de dictador y, tras desempeñar el consulado durante el 80 a.C., se retiró a su finca de Puteoli, donde dedicó los últimos años de su vida a la redacción de sus Memorias. Y allí falleció, en 78 a.C., a los sesenta años de edad.

Esta vez no incluyo referencia a DBA porque los ejércitos contendientes siguen siendo Marian Roman, y como el siguiente artículo se centrará seguramente en las campañas de Pompeyo, aprovecharé para introducir la reseña entonces.

1 comentarios:

Erwin dijo...

De nuevo un artículo sucinto, claro y completo.
La foto del gallinero es impagable.