Anábasis: La retirada de los Diez Mil. Parte I.

miércoles, 12 de noviembre de 2008

Saludos. Hoy hablaremos de una de las mayores aventuras de la Antigüedad: la fallida rebelión de Ciro el Joven y la desesperada huida de sus diez mil mercenarios griegos desde el corazón del imperio persa de vuelta hacia Grecia. El mejor relato de estos hechos lo encontramos en la obra de Jenofonte, en su “Anábasis”, ya que fue el propio Jenofonte el que tomó el mando del ejército y dirigió el retorno de los soldados. Obviamente, la obra es mucho más grande y rica de lo que puedo resumir en estas páginas, y por ello recomiendo encarecidamente que os la leáis. Seguro que no os arrepentiréis.

La historia comienza con la muerte de Darío II Oco, en el 404 a.d.C. Según Jenofonte, Darío tuvo dos hijos con Parisátide: Artajerjes, el mayor, y Ciro, el pequeño. Artajerjes era el sucesor. Ciro, unos años antes, había sido nombrado por Darío sátrapa de Frigia. Pero Parisátide prefería a Ciro, que desde luego era mucho más capaz e inteligente que su hermano. El caso que el sátrapa de Lidia y Caria, Tisafernes, buscando el favor del nuevo rey, denunció a Ciro como conspirador ante Artajerjes. Parisátide, desesperada, intercedió por él ante su primogénito, defendiendo la inocencia de Ciro. Ya fuera real o no el complot contra Artajerjes, el Gran Rey cometió dos errores: primero detuvo a su hermano y a punto estuvo de ejecutarlo... Pero luego se detuvo, le perdonó y le devolvió el gobierno de su satrapía. Ciro, el epítome del orgullo, el valor y las virtudes iranias, tomó la decisión de no vivir más tiempo bajo el gobierno de su hermano.

Bueno, estamos ahora en Grecia en el año 401 a.d.C. Cuatro años atrás, Esparta, gracias a la ayuda activa de Tisafernes y el propio Ciro, los dos sátrapas de la costa de Asia Menor, había ganado las guerras del Peloponeso, derrotando a Atenas, y extendiendo su dominios por toda la Hélade. Las polis se ven obligadas a recibir a los harmostes o gobernadores espartanos, y a participar en las campañas que ordenara Esparta. Mientras, el joven y astuto Ciro les observaba, y hacía sus planes.

Después de la denuncia ante Artajerjes, las relaciones de Tisafernes y Ciro, cuyas satrapías eran vecinas, eran abiertamente hostiles. Ciro, un gran animal político, había sabido atraerse las simpatías de todos los pueblos sobre los que gobernaba, además de las de las ciudades helenas de la costa jonia, que estaban controladas por Tisafernes. Voluntariamente, Jonia se entregó a Ciro, salvo Mileto. Tisafernes atacó a las ciudades, y esta fue la excusa que tuvo Ciro para comenzar a reunir tropas delante de las mismísimas narices de Artajerjes II. Ya fuera mal aconsejado, o bien deliberadamente cegado por Parisátide, Artajerjes se reía de las guerras entre Ciro y Tisafernes. Como los tributos le seguían llegando enviados por su hermano, creía que mientras ellos dos estuvieran así ocupados, no harían planes para rebelarse contra él. No se extrañó, por lo tanto, cuando Ciro comenzó a reunir tropas de entre los pueblos vecinos, ni cuando comenzó a contratar generales griegos mercenarios, ni tampoco algunas guarniciones. Eran pocas tropas. No representaban un peligro.

Pero Ciro sólo mostraba parte de su juego. Porque al otro lado del mar Egeo, en Grecia, comenzó a cobrarse los favores que había hecho a los espartanos durante las guerras contra Atenas. En secreto, contrató a los mejores generales y les dio dinero para que reunieran un ejército de mercenarios como nunca se había visto. El mejor de ellos era un espartano exiliado, brutal y terriblemente aficionado a la guerra, llamado Clearco. Su llamamiento atrajo a griegos de muchos sitios: arcadios, árgivos, tebanos, aqueos, espartanos, rodios, atenienses... Uno de éstos últimos, con el grado de capitán, era Jenofonte.

A su debido tiempo, Ciro convocó a sus tropas. Todas sus guarniciones, destacamentos y exploradores que tenía dispersos por numerosas plazas se convirtieron de repente en un ejército enorme. Con la nueva excusa de realizar una campaña contra los siempre levantiscos písidas, Ciro, después de tener bastante controlada la satrapía de Tisafernes, penetró en Lidia y se dirigió hacia el interior. Comenzó así la “ascensión” hasta el interior de Asia (en griego, “ascensión” se dice “anábasis”. Se decía entonces “subir a ver al Rey”). Tisafernes, al ver los preparativos de su rival, huyó de su región y se dirigió hacia la corte del Gran Rey, para avisarle de que no creyera a Ciro: el ejército que había organizado se dirigía contra él.

Hay que aclarar que Ciro mantuvo engañado a todos los soldados, salvo a los mandos de su confianza. Ni griegos ni bárbaros estaban dispuestos a atacar por las buenas al Gran Rey en el corazón de su imperio. Todos estaban convencido de la campaña contra Pisidia. Sin embargo, cuando pasaron de largo, comenzaron a sospechar. Jenofonte describe una de las mejores escenas de su obra: los soldados, sintiéndose engañados, lanzan piedras al general Clearco cuando éste pasa cerca de ellos, y lo hacen huir hasta su tienda. Luego, Clearco se presenta con lágrimas en los ojos ante ellos y les dice llorando que confíen en él, que no piensa engañarles: auténtico carácter “mediterráneo”, oiga.

Sin embargo, conforme el camino avanza, todos se van dando cuenta. ¿Cómo consiguió Ciro que su ejército no desertase? La respuesta es sencilla: carisma. Ciro era un gran guerrero y político. Se rodeó de los mejores profesionales, los mejores colaboradores. Los agasajaba, se portaba honradamente con ellos. Cumplía con la palabra que daba. Muchos espías de Artajerjes habían sido “convertidos” por la astucia y el buen hacer de Ciro. Así, cuando llegó el momento de la verdad, Ciro no les ocultó sus planes por más tiempo, les pidió su ayuda y les prometió enormes recompensas. Luego les dio libertad para elegir. Y ellos le creyeron: porque si había alguien capaz de triunfar en aquella aventura tan audaz y peligrosa, era aquel persa. El resultado: griegos y bárbaros de su ejército se peleaban por el honor de cruzar el Eúfrates en primer lugar.

Artajerjes, informado por Tisafernes, no se mantuvo ocioso, y reunió un ejército ENORME. Decidió esperar a su hermano en Cunaxa.

Formaron en la llanura. Los mercenarios griegos ocuparon el flanco derecho de Ciro, junto al río Eúfrates. La caballería paflagonia protegía el extremo de la línea. A la izquiera, se puso Arieo, un ayudante de Ciro, con las tropas bárbaras de frigios y misios. En el centro, una veintena de carros falcados y Ciro, con sus seiscientos jinetes: la élite de la caballería persa: los mejores caballos, las mejores armas y armaduras...

Pero el ejército de Artajertes era tan grande que el centro de su línea, donde estaba él mismo, desbordaba el ala izquierda de Ciro, cuya línea era mucho menor. Miles de jinetes en el flanco izquierdo (frente a los griegos), dirigidos por Tisafernes. Un enorme centro con arqueros persas, lanceros egipcios, montañeses kurdos, soldados takabara, más arqueros. Entre ellos, Artajerjes con su caballería, todos con armaduras teñidas de blanco: seis mil expertos jinetes bien equipados y entrenados... Organizado por tribus, cada componente del ejército estaba formado en un denso cuadro. Por delante de ellos, cientos de brutales carros falcados, diseñados para destrozar a los soldados de las falanges... El mayor ejército jamás visto desde Jerjes I invadiera Grecia. Su visión sobrecogió al ejército rebelde. Se hizo el silencio.

Entonces, Ciro, arrojando su yelmo, se situó al frente de sus líneas y arengó a sus tropas. “Seguidme”, les dijo, “si vencemos aquí, estará todo hecho”. Y aquel cúmulo de hombres de distintas naciones, con distintas lenguas, creyó sus palabras, rugió, y se lanzó al ataque.

Una gran nube de polvo se levantó cuando los carros falcados de Artajerjes se lanzaron contra las líneas de hoplitas. No vacilaron. Ciro había enseñado bien a Clearco, y éste había adiestrado a sus hombres: cuando los carros les alcanzaron, los griegos abrieron pasillos entre sus filas, y las terribles máquinas pasaron entre ellos casi sin hacerles daño. Los peltastas dieron buena cuenta de ellos. Entonces, los hoplitas, a doscientos metros de distancia de los enemigos, entonaron el peán, y lanzaron el grito en honor del Einalio. Cargaron contra la caballería de Tisafernes y la infantería bárbara, golpeando lanzas contra escudos para espantar a los caballos. Como una marea imparable, los diez mil mercenarios ganaron impulso. Y sus enemigos no pudieron soportarlo. Tisafernes ordenó una retirada hacia el río, dejando descubierta a la infantería. Éstos, takabara casi todos, tampoco presentaron resistencia: huyeron. Como un inmenso dominó, el flanco izquierdo de Artajerjes se deshacía ante el empuje de los mercenarios.

Los generales felicitaban a Ciro. Los más entusiastas ya le jaleaban como Gran Rey mientras veían desintegrarse el ejército enemigo. Sin embargo, no se dejó llevar por el entusiasmo. Vigilaba a su hermano. Intentaba localizarle. Así pudo ver que el centro del ejército de Artajerjes comenzaba a pivotar hacia el flanco izquierdo de los griegos, que, al haberse adelantado, quedaba expuesto. Entonces supo lo que tenía que hacer. Llamando a sus jinetes, Ciro y su escolta salieron disparados hacia los seis mil jinetes que acompañaban a Artajerjes. Debía proteger a los griegos, y debía matar al Rey. Sabía que no había otra manera. Aunque ganara la batalla, no había sitio en Asia para dos reyes. Artajerjes no debía abandonar con vida el campo de batalla.

Los hombres de Ciro, vestidos de rojo, se lanzaron contra los jinetes de Artajerjes, con las armaduras pintadas de blanco. Como un relámpago, Ciro y sus jinetes acorazados rompieron sus líneas. Fue un choque brutal, precedido por el vuelo mortal de las jabalinas. Cuando éstas se agotaron o se rompieron, los jinetes tiraron de cuchillo. Fue tal su empuje que toda la caballería de Artajerjes, aunque muy superior en número, no aguantó y se dio a la fuga, perseguidas por la escolta del joven sátrapa. Fue entonces, cuando en la confusión, Ciro distinguió a su hermano. “Veo al hombre”- exclamó a sus fieles, y sin darles tiempo para que le protegieran, espoleó a su caballo hacia él.

Para Artajerjes, el tiempo debió detenerse. Entre el polvo y los jinetes en retirada, los gritos de los heridos y los relinchos de los caballos, cubierto de sangre de sus enemigos, Ciro emergió como una terrible aparición, lanzado hacia él. Sólo tuvo tiempo de que un escalofrío recorriera su espalda cuando su hermano le acometió empuñando su corta lanza. Luego, un impacto, y algo húmedo y caliente, sangre del Rey de Reyes que manaba desde dentro de la coraza real. ¡Estaba herido! Luego, un grito, un pestañeo, y algo que pasaba velozmente junto a su cabeza e impactaba en el hermano rebelde.

Transcurrió un segundo, y Artajerjes se vio sobre su caballo. Sin embargo, la montura de su hermano estaba vacía. Ciro el Joven, admirado y querido por sus amigos, y temido por sus enemigos, agonizaba en el suelo con el penacho de una flecha asomando por su ojo. Antes de que pudiera ordenar nada, los “comensales” de Ciro, los siete persas de máxima confianza, se abrieron paso y rodearon el cuerpo, defendiéndolo hasta su último aliento. Uno a uno, cayeron junto a su líder, hasta que el último, Artapetes, pie en tierra y manteniendo a raya a sus enemigos, sintiéndose ya agotado, se arrodilló junto a Ciro y se degolló con su propia espada.

Sólo uno de ellos no murió allí. Se llamaba Arieo, y al ver morir a Ciro, huyó junto algunos de sus hombres.

Allí murió Ciro el Joven, un hombre que causó verdadera impresión en Jenofonte, que lo tomó como modelo de virtudes y ejemplo de ética y de gobernante, como podemos leer en la Anábisis. La sombra de Ciro el Joven planea sobre la imagen de Ciro el Grande, creador del imperio persa, que Jenofonte describió en otra de sus obras: “La educación de Ciro” (o “Ciropedia”). Pero volvamos a Cunaxa.

Los mercenarios seguían avanzando sin saber que Ciro había muerto. Dejaron la batalla atrás y se lanzaron contra el campamento del Gran Rey. Éste, mientras, puso en fuga al resto del ejeŕcito de Ciro, y también se lanzó contra el campamento rebelde.

Los griegos vieron entonces que sus enemigos estaban a sus espaldas, y que podían cargarles por la retaguardia. Dieron media vuelta, y tomaron el camino de su campamento. Toda sus provisiones estaban allí, y sin ellas, estarían perdidos.

Tisafernes se reunió con Artajerjes, y decidieron no cargar de frente contra los griegos. Deshicieron el camino que habían hecho, hasta quedar frente al flanco derecho de los griegos. Clearco ordenó desplegar el ala, y así formaron una nueva línea, pero con el río a sus espaldas. Una vez ejecutada la maniobra, de nuevo cargaron, y pusieron de fuga otra vez a sus enemigos. Ni caballería ni infantería se les opuso. Entonces, después de todo un día de batalla, los griegos invictos, regresaron sin oposición a su campamento, esperando reunirse con Ciro victorioso. Allí pasaron la noche.

Pero Ciro no llegó. La primera noticia les llegó de parte de Arieo. Ciro estaba muerto. Él había retrocedido hasta el campamento anterior al de la batalla. Les informó de que les aguardaría un día, y luego tomaría el camino de regreso a Jonia. Entonces, los griegos se dieron cuenta de la verdadera situación: eran diez mil mercenarios en una tierra extraña y desconocida, a miles de kilómetros de sus hogares, rodeados de enemigos. Su campamento y sus bagajes habían sido saqueados y apenas tenían provisiones. El hombre que les había llevado hasta allí, el único que había mostrado su afecto, respeto y admiración hacia ellos, el que había sabido sacar lo mejor de cada uno, estaba muerto. Muchos pensaron que pronto le harían compañía.

Poco después, el Rey comenzó a enviar emisarios. Siguieron unos días de terrible incertidumbre para los griegos. Para empezar, había un conflicto cultural. Los griegos habían ganado la batalla. Según su punto de vista, el campo les correspondía, y si Ciro había muerto, Arieo debía ser el nuevo rey. Incluso enviaron un emisario al campamento de Arieo proponiéndole que volviera y tomara la corona. Imaginad la sorpresa del persa al darse cuenta de lo ciegos que estaban los griegos. Por supuesto, les respondió que ningún noble persa le seguiría, de modo que rechazaba la oferta. Sin embargo, bajo el punto de vista persa, una vez muerto el sátrapa rebelde, Artajerjes era el vencedor, sin importar lo que ocurriera en los combates. Por lo tanto, el primer mensaje del Gran Rey fue: “He vencido. Entregadme las armas”. Por supuesto, Clearco respondió lo que todo general griego ansiaba poder decir algún día: “Si quieres nuestras armas, ven a quitárnoslas”.

Pero el caso es que Clearco sabía que no tenía más provisiones, y que habían consumido todas la que habían encontrado en su camino, de modo que no podía regresar a Grecia por la misma ruta. Y tampoco tenía guías para buscar otra. De modo que hizo una oferta a los persas: si con el dinero de Ciro habían hecho frente a Artajerjes, con el dinero de Artajerjes podían hacer frente a los egipcios, que se habían rebelado de nuevo recientemente. En principio, parecía un buen trato. Pero aun así, griegos y bárbaros no confiaban en solucionar así las cosas. Porque aquellos mercenarios habían humillado al ejército del Gran Rey. Eran una afrenta que no podía permitirse un persa. Si Artajerjes dejaba escapar con vida a aquellos hombres, posiblemente debilitara su posición entre otros persas, ya que podría interpretarse como un signo de su debilidad. No pocos nobles simpatizaban en secreto con Ciro, y le veían mucho más capaz que a Artajerjes.

Artajerjes parecía dudar. Perdonó a Arieo y le pidió que mediara con los griegos. Mantuvieron todos una tregua mientras los griegos comenzaron a avanzar. Luego, intentó otro acuerdo, y Clearco soltó otra de sus grandes frases: “Di a tu rey que todavía no hemos almorzado, y por los dioses juro que los griegos no negociaremos con el estómago vacío”. Los persas les llevaron a unas aldeas llenas de provisiones, y les proporcionaron guías. Arieo y sus tropas marchaban cerca de ellos. Por un par de días, todo pareció ir bien.

Sin embargo, la creciente buenas relaciones entre Arieo y Artajerjes pronto levantaron sospechas entre los griegos. Cada vez se dejaba ver menos por el campamento griego, y sus hombres se portaban cada vez con más altivez e insolencia. Hubo algunas trifulcas entre persas y griegos. Hubo misteriosos mensajeros que avisaban a los centinelas griegos de un ataque persa al amanecer. Hubo mucho insomnio. Esto hizo sospechar a muchos. Podría estar gestándose una traición. ¿Acaso eran necios al pensar que el Rey les dejaría marchar indemnes? Los griegos se reunían con los embajadores, y cada vez obtenían más promesas y garantías… Pero cada vez sentían también más miedo. Eran demasiadas promesas. Todo era demasiado fácil.

Sin duda, Artajerjes no sabía como gestionar aquella crisis. Los griegos eran muy poderosos, y no se sentía con fuerza para atacarles en batalla campal. Dejarles marchar era lo más fácil, pero el orgullo le escocía allí donde no es posible rascarse. Seguramente cambió de idea muchas veces, hasta que al final, confiando en sus consejeros, convocó a los generales mercenarios y a los capitanes. Se presentaron con un pequeño destacamento. Una vez en su tienda, los capturó a traición y los decapitó. Unos jinetes se lanzaron sobre la escolta de los griegos, y éstos se dieron a la huía. Allí murieron no sólo Clearco, a quien sus hombres temían más que al enemigo, sino también otros generales: Próxeno de Beocia, Menón de Tesalia, el infame, etc. Jenofonte hace un interesante retrato de estos personajes con unas pocas frases al final del capítulo II.

Sólo uno de ellos llegó al campamento griego, sujetándose las tripas con las manos. Agonizando les contó lo que había ocurrido. Entonces se presentó Tisarfernes, y dijo a los griegos que Clearco había muerto por faltar a sus juramentos. Los soldados preguntaron entonces por los demás generales, pero Tisafernes dio media vuelta sin aclarar nada más.

Para muchos, aquello significaba el fin. El Rey había decidido. Iban a morir allí.

Aquella noche fue la más terrible. No sabían qué iba a pasar. No tenían mandos. No tenían comida ni dinero. Sólo tenían miedo.

Sin embargo, aquella noche, uno de los capitanes, un ateniense llamado Jenofonte, dio una cabezada, y en sus sueños, oyó retumbar el trueno de Zeus. Entonces despertó de un salto, inspirado por su visión.

De cómo los griegos iniciaron su larga retirada versará el siguiente capítulo de esta serie.


BATALLA DE CUNAXA PARA DBA.

Bueno, Cunaxa tiene sin duda el principal hándicap para representarse en DBA: la enorme desigualdad numérica de ambos ejécitos. Sin embargo, creo que merece la pena hacer un experimento “arriesgado”.

Ejércitos

El jugador que lleve a Artajerjes jugará con la lista II/7, persas queménidas tardíos. En las opciones, sólo podrá llevar una peana de lanceros. El resto de las opcionales serán Ax.

El jugador que lleve a Ciro, también llevará persas aqueménidas tardíos, pero TENDRÁ SÓLO SEIS PEANAS: Cv(gen), que será Ciro; 3 Sp, que serán los mercenarios griegos, 1 LH (jinetes paflagonios) y 1 Ps (peltastas griegos).

Escenografía

No habrá tirada para escoger lado. En uno de los flancos, y perpendicular a las zonas de despliegue de cada jugador, se dispondrá un río (el Eúfrates), lo más próximo al borde lateral que permitan las reglas. En esta región, el Eúfrates alimentaba muchos canales, y era vadeable en algunas zonas, por lo que no puede considerarse un WW.

Además, se dispondrán un par de colinas fáciles y una difícil, de tamaño medio y a no más de 200 pasos de cualquier borde del tablero. Cunaxa era una llanura escogida por Artajerjes para la lucha a campo abierto.

Reglas especiales

Se usarán las reglas habituales de desarrollo de la partida, con las siguientes variaciones.

a) Artajerjes, el Indeciso.- Artajerjes no es demasiado bueno como general. Por ello, su radio de mando será de sólo 600 pasos en cualquier circunstancia.

b) Las negociaciones de Ciro: Ciro se ha ganado la simpatías de muchos nobles persas, incluso dentro del círculo de confianza de Artajerjes. Por ello, el jugador que lleva a Ciro obtiene un 6 en la tirada de PIPs, una unidad de Cv enemiga que no haya combatido todavía, y que no sea la del general, pasará a su bando. En ese mismo turno, podrá gastar PIPs en empezar a moverlo según sus intereses.

c) “Veo al hombre”.- Ciro y sus hombres son los mejores jinetes del imperio. Su maestría y determinación le hacen verdaderamente temible. La peana de Ciro sumará +2, en lugar de +1, cuando luche contra alguna peana de Cv enemiga.

Condiciones de victoria

Artajerjes ganará aplicando las condiciones de victoria habituales. Ciro, también, pero, además, si muere Artajerjes, ganará independientemente del número de bajas que lleve.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

notable articulo. por favor dime donde encuentro la parte II que no aguanto màs sin leerla

otra cosa, recientemente leì en El Pais sobre dos libros lanzados recientemente sobre esta increible retirada. ¿me podrìas decir titulos y autores que no los recuerdo ni encuentro en la web?

Un saludo sudamericano de

bernardofrau@gmail.com

Endakil dijo...

http://dbahispano.blogspot.com/2008/11/anbasis-la-retirada-de-los-diez-mil_22.html

La Odisea de los Diez Mil, de Michael Curtis Ford.
El Ejército Perdido, de Valerio Massimo Manfredi.

En cualquier caso te animo a que te lances directamente a Jenofonte ;)