Pasajes de la Guerra del Peloponeso II. La invasión ateniense de Sicilia.

jueves, 6 de septiembre de 2007

Invierno del año 416 a.d.C. Han pasado siete años desde los acontecimientos de Esfacteria. Atenas y Esparta llevan cinco años en paz, desde la firma de la llamada Paz de Nicias, o la Falsa Paz que dio a ambos contendientes un necesario respiro en la guerra para poner en orden sus propios asuntos internos. Atenas intentó una invasión de Sicilia durante los primeros años de la guerra, pero fallaron. Ahora, con sus territorios más o menos pacificados y bastante recuperados de la guerra con Esparta, los atenienses fijan su atención de nuevo en la isla. Sicilia, aunque lejana, estaba llena de recursos tanto materiales como humanos. Además, los atenienses planeaban su ataque como el primero de una larga serie, que permitiría, con el tiempo, atacar desde allí Cartago y llegar hasta Hispania. En aquella época, Sicilia tenía ciudades helenas tanto dorias (Siracusa, por ejemplo) como de helenos procedente de Calcidea y Eubea. También había tribus bárbaras autóctonas.
El hecho que desencadenó el ataque fue la visita de los emisarios de Egesta, una de las polis de griegos calcídeos que se alió con Atenas en la primera invasión. Los egesteos pidieron una flota a Atenas y tropas de tierra para que los asistieran en su guerra contra los selinuntios, aliados de los siracusanos. Los egesteos argumentaron frente a la Asamblea ateniense que si los siracusanos, que eran dorios, se imponían junto a los selinuntios y llegaban a imperar en toda la isla, se aliarían con los espartanos, también dorios, aportando barcos y guerreros que permitirían al enemigo de Atenas imponerse finalmente. Además, los egesteos afirmaron tener suficiente dinero para costear la expedición de los atenienses. Éstos enviaron emisarios a Egesta para que se aseguraran de que el tesoro existía. Volvieron afirmando que así era, de modo que la Asamblea rápidamente votó iniciar la expedición, nombrando como estrategos a Lámaco, un magnífico militar; Alcibíades, un rico aristócrata ateniense a quien no le faltaban enemigos que lo acusaran de aspirar a la tiranía, y Nicias, el veterano estratego que había conseguido el tratado de paz con Esparta cinco años atrás.

El entusiasmo de los emprendedores atenienses parecía cegarles, o eso pensaba Nicias, el más experimentado y prudente de todos, y tomó la palabra para intentar que la Asamblea reconsiderara la decisión. Argumentaba que los atenienses estaban demasiado seguros de la paz con Esparta, y les recordó que si los lacedemonios se habían visto obligados a firmar la paz con Atenas había sido por necesidad y porque la situación les era muy desfavorable. Pero si Atenas se exponía a quedar desprotegida alejando sus tropas y gastando sus recursos en una guerra lejana, sus enemigos, que eran muchos, romperían el tratado y les atacarían. Demás, según él, las sesenta trirremes serían insuficientes. Necesitarían además de hoplitas, albañiles, cocineros, carpinteros. Si les iba mal, sería muy difícil enviar refuerzos o comunicarse siquiera con Atenas. Además, aprovechó para atacar a Alcibíades, a quien acusó veladamente de tener intereses personales en la expedición.
Alcibíades se levantó entonces y argumentó brillantemente en sentido contrario. Además, aprovechó el espíritu emprendedor que dominaba la polis ateniense. Lejos de arredrarse con las dificultades, los atenienses se animaron más aun. Finalmente, decidieron reunir cuarenta trirremes más con impedimenta, trabajadores no combatientes, etc. Las trirremes más anticuadas se reformaron para poder transportar más soldados. Y se pidió a los aliados que enviaran más barcos y tropas.
Se consiguió así reunir una cantidad de medios nunca vista antes entre los griegos de aquella guerra: 100 trirremes atenienses (60 de combate y 40 de transporte de tropas) y 34 quíotas y lesbias más dos pentecónteros rodios; 5100 hoplitas (2000 atenienses y el resto aliados, entre los que había 500 argivos y 250 de Mantinea) y 600 epibatai (hoplitas “de marina”, en número de 10 por cada trireme de combate); 30 jinetes (los caballos los conseguirían en Sicilia de sus aliados); 480 arqueros,80 de los cuales eran mercenarios cretenses; setecientos honderos rodios y otros 120 megareos otras armas ligeras, además de cocineros, albañiles, carpinteros. Para los pueblos de la Hélade, el esfuerzo de planificación y logística no dejó de causar admiración en unos, y preocupación entre otros, porque una expedición así estaba fuera del alcance de cualquier otra polis. Debemos tener en cuenta que este tipo de guerra de invasión y ocupación a través del mar era algo novedoso para los griegos. Así que a su debido momento, la flota ateniense fue despedida por miles de emocionados ciudadanos reunidos en el puerto del Pireo. Atenas envió lo mejor que tenía a una de las acciones más audaces de su época, y cuyo resultado sería decisivo en la última fase de la guerra de Atenas y Esparta.

Los rumores volaron sobre las olas del Mediterráneo y llegaron a Siracusa. Se producían debates en la Asamblea que no llegaban a ninguna decisión firme. Por un lado, Hermócrates de Siracusa fue el más previsor y el que más crédito otorgó a los rumores, y se esforzó por que sus conciudadanos se preparasen. Cuando las primeras naves atenienses fueron avistadas en la costa sur de la Magna Grecia (el sur de Italia), ya no pudieron seguir con los ojos cerrados, de modo que se prepararon para lo peor, pero no sabían cuánto tiempo tendrían antes de que los atenienses se les echaran encima.

La flota ateniense se encontró pronto con las primeras dificultades. Habían enviado una avanzadilla de tres naves que llegaron a Egesta y regresaron con la noticia de que el tesoro que los egesteos les habían prometido para costear la expedición no existía. Los emisarios atenienses habían sido víctimas de una simplísima estafa. Entonces, los estrategos deliberaron: Nicias propuso forzar a Egesta y a los leontinos a firmar la paz, ya que en teoría, ése era el motivo de su expedición, y a regresar cuanto antes para que Atenas no se arruinara. Lámaco propuso atacar inmediatamente Siracusa antes de que se prepararan. Alcibíades, en cambio, abogó por solicitar ayuda y buscar aliados entre los pueblos de Sicilia para reunir más fuerzas y entonces, atacar Siracusa. Lámaco se unió al final a esta opinión, y Nicias tuvo que resignarse. Entonces llegó una nave de Atenas reclamando la presencia de Alcibíades para ser juzgado en la ciudad, acusado de sacrilegio cometido contra unas estatuas de Hermes. Alcibíades había dejado muchos enemigos en Atenas y exigió regresar en su propio barco, abandonando la expedición. Por supuesto, sabiendo lo que le esperaba en Atenas, en cuanto pudo despistó a su escolta ateniense y dirigió su trirreme hacia el Peloponeso, donde los espartanos, los enemigos de su ciudad, le esperaban ya con los brazos abiertos.

Mientras, la flota ateniense ignoraba el destino de Alcibíades, y prosiguieron camino hacia Sicilia. Según su plan, pasaron por Egesta y comenzaron a recorrer en barco polis tras polis, buscando apoyos. Unas les cerraban las puertas y sólo les dieron aguada para sus naves. Otras, deseosas de imperar sobre los siracusanos, les apoyaban con tropas y caballos. Por su ubicación costera al norte de Siracusa, el aliado más importante de los atenienses fueron los de los habitantes de Catana. Tras un periplo de algunas semanas, los atenienses reunieron sus fuerzas en la costa de esta polis, y trazaron un plan para atacar ya directamente a Siracusa.

Durante este periodo, los siracusanos se sintieron muy asustados al principio, pero al ver que no les atacaban, cobraron ánimos, y, guiados por Hermócrates, comenzaron también a buscar aliados contra Atenas, consiguiendo muchos apoyos. Cada vez se sentían más optimistas, y así, como si el destino les confirmara que Siracusa prevalecería, entró en la ciudad uno de los ciudadanos notables de Catana, conocido entre los siracusanos. Pidió ser recibido por Hermócrates, y le informó de que representaba a un grupo de ciudadanos de Catana que estaba en contra de los atenienses, y que venía a darle una valiosa información: los atenienses pasarían la noche en la ciudad, y dejarían su campamento con una guarnición reducida. Si los siracusanos salían a amanecer, el emisario y sus amigos se comprometían a cerrar las puertas de la ciudad encerrando a los atenienses y a quemar sus naves en el puerto, lo que daría tiempo a los siracusanos de tomar el campamento. Los siracusanos aceptaron la propuesta de los disidentes cataneos, e hicieron los preparativos para salir al amanecer.
El ejército se puso en marcha antes de que saliera el sol. Salieron en columna a paso rápido, pues no tenían que cargar con ninguna impedimenta. Además, se envió a la caballería por delante para que observara las posiciones atenienses. Los generales siracusanos, que en aquel momento eran muchos, ya que el mando estaba muy fragmentado, siguieron dirigiendo sus tropas hasta que poco antes del mediodía, cuando ya estaban cerca de Catana, un jinete se acercó al galope, bajó del caballo de un salto y como un relámpago buscó a los estrategos siracusanos. Portaba importantes noticias: los atenienses no estaban allí.

Nicias y Lámaco reían desde su barco imaginando la cara de los siracusanos al enterarse del engaño. No había ningún grupo de disidentes en Catana. El supuesto emisario era un fiel ciudadano de Catana que había convencido a los estrategos de que sacara a todo el ejército de Siracusa y se dirigieran al norte. Mientras, la flota ateniense en su totalidad había embarcado en Catana, y navegaba hacia el sur, hacia Siracusa. Habían localizado un lugar óptimo para establecer un campamento muy cerca de los muros de la ciudad, el Olimpeio, bien protegido por accidentes de terreno para que la caballería siracusana, su principal preocupación, no pudiera amenazarles. Estableciendo la cabeza de playa en el Olimpeio podrían lanzar ataque tras ataque a Siracusa y siempre resguardarse a salvo. El plan había salido a la perfección.
Mientras los siracusanos se daban cuenta y regresaban a toma marcha, los atenienses tuvieron tiempo para desembarcar y fortificar una zona de playa para proteger sus barcos. Pero por fin las tropas de Hermócrates regresaron a su ciudad, para encontrar con sorpresa que los atenienses les esperaban formados en falange. Los siracusanos nunca habían visto una acción tan audaz. No tenían tanta experiencia en la guerra como los atenienses. Incluso sus hoplitas tenían problemas a veces para mantener la formación. Y ahora habían sido engañados. Comenzaba así la batalla del Olimpeio.

La mitad de los atenienses formó de a ocho. Los argivos y manteneos en el ala derecha, los atenienses en el centro y el resto de aliados en la izquierda. La otra mitad del ejército formó un cuadro con el bagaje en el centro, protegiéndolo de cualquier ataque relámpago de la caballería siracusana. Éstos, mientras, habían formado con 16 de fondo. Los hoplitas en el centro y ala izquierda, y la caballería y tropas ligeras en el ala derecha siracusana. La batalla comenzó con las habituales escaramuzas de las tropas ligeras, que sin decidirse terminaron bruscamente.
De repente, el frío viento del este arreció, el cielo se nubló, los truenos retumbaron sobre las cabezas de los guerreros y la lluvia comenzó a repiquetear violentamente sobre los yelmos y escudos de bronce. Estalló una terrible tormenta que atenazó aun más los corazones de los bisoños hoplitas siracusanos. Con la lluvia deslizando en cascadas por sus yelmos, los estrategos atenienses ordenaron cargar a sus hoplitas. Los relámpagos iluminaban el campo de batalla mientras la veterana falange tomaba velocidad manteniendo el orden. Los siracusanos cerraron filas, pero mantuvieron muy a duras penas su formación. El rugido de las gargantas de los hoplitas por encima de los relámpagos precedió al terrible choque de las falanges. Luego hubo gritos, escudos que se abollaban, guerreros aplastados y lanzas que se quebraban, y las filas de guerreros que se curvaban y se retorcían con los empujes en ambas direcciones. Los aliados argivos del flanco derecho ateniense hicieron retroceder a la falange siracusana, y los atenienses hicieron lo propio en el centro, y así se rompió el ejército de Hermócrates. Las filas posteriores huyeron y la falange se desintegraba rápidamente mientras los atenienses comenzaban la persecución. Lo único que les salvó de la aniquilación total fue la reacción de la caballería siracusana, que se dedicó a atacar a los perseguidores que se iban separando del resto de las tropas. De este modo, el bando ateniense tuvo que detener la persecución y reagruparse. Nicias y Lámaco ordenaron entonces retroceder ordenadamente hacia el campamento.
Los siracusanos habían sido vencidos, pero los peores temores de los estrategos se habían hecho realidad. La caballería siracusana era como una espada de Damocles sobre sus cabezas, y no tenían nada para hacerle frente. Aunque en el Olimpeio podrían aguardar, no podrían salir a campo abierto cuando marcharan hacia Siracusa. Por lo tanto, esa misma noche los atenienses volvieron a embarcar hacia Naxos, dispuestos a pasar en invierno allí.

La batalla del Olimpeio tuvo importantes consecuencias. Los siracusanos decidieron reestructurar su ejército reduciendo los mandos. Además, solicitaron ayuda a otras ciudades, y enviaron un emisario a Esparta. Los espartanos eran hermanos de raza doria de los de Siracusa, y enviaron una propuesta para que les ayudaran contra los atenienses. A cambio, los siracusanos aportarían sus tropas para continuar la guerra contra Atenas en Grecia una vez fueran vencidos en Sicilia. Los espartanos se mostraron reacios, pero Alcibíades tomó la palabra e informó con pelos y detalles de los planes de Atenas de usar Sicilia como base para lanzarse después contra Cartago e Ibera, y por fin, contra Esparta, con una fuerza incontestable. Argumentó también que si Esparta conseguía destruir el ejército ateniense en Sicilia, Atenas quedaría prácticamente a merced de Esparta. De modo que los espartanos reconsideraron la situación y decidieron enviar un ejército al mando de Gilipo, con fuerzas combinadas de Esparta y Corinto, y barcos corintios.
Mientras, los atenienses pidieron refuerzos: jinetes a Atenas y caballos para ellos a los aliados sicilianos, amén de más dinero para seguir costeando la expedición. Y así pasó el invierno.

A la primavera siguiente, los atenienses se sentían con fuerza para atacar de nuevo Siracusa, esta vez con la intención de someterla a asedio. Los siracusanos, mientras, habían preparado también las defensas. No obstante, no pensaron en un asedio. Existía al noreste de Siracusa una meseta elevada unos 60 metros sobre el nivel del mar, llamada las Epípolas. Dicho promontorio sólo era accesible desde el norte y el oeste, pues era muy escarpado en la cara que miraba a Siracusa. Gracias a las Epípolas, los siracusanos pensaban que cercar la ciudad sería imposible. No obstante, destacaron 600 hoplitas para vigilar la zona.
Pero desde luego no contaban con la audacia ateniense. Los atenienses embarcaron de nuevo y desembarcaron en una pequeña península al norte de Siracusa, cerca de las Epípolas. Fortificando la península para proteger los barcos, la fuerza de hoplitas comenzó un rápido avance rodeando las Epípolas por el norte, en dirección al oeste, hacia el mejor ascenso a su cima. Mientras el destacamento siracusano hacía maniobras en un prado cercano, los hoplitas atenienses se lanzaron a la carrera (pero con equipo completo, por supuesto) durante unos kilómetros fuera de su vista, y ascendieron a las Epípolas, posición independida en aquellos momentos. Cuando los siracusanos vieron a las tropas atenienses, ya era tarde. Estaban lejos del camino de ascenso, y desesperaron. Aun así, reunieron arrestos suficientes para seguir subiendo y atacar sin llegar a formar la falange, en un desesperado y futil intento, pero fueron fácilmente derrotados.
Desde la retaguardia, Nicias y Lámaco avanzaron entre sus soldados hasta quedar al borde de la meseta, y observaron en silencio. Siracusa se extendía al pie de las Epípolas, hacia el sureste, a sus pies. Observaron la disposición de sus calles y sus murallas. Observaron el puerto Grande y el Puerto Chico, uno a cada lado de la ciudad. Abajo, un grupo de soldados vencidos corría en desorden buscando protección tras los muros de su ciudad. Los estrategos se miraron, y supieron que ambos pensaban lo mismo: nada podía pararles.

De cómo tuvo lugar el asedio de Siracusa y del destino de la expedión ateniense tratará el siguiente capítulo de esta serie.

Los ejércitos implicados en esta fase son, en teoría, los II/9 Later Hoplite, en su variante ateniense y la Italiota/Siciliota. Sin embargo, en las operaciones iniciales los atenienses no contaban con caballería, de manera que están mucho mejor representados por la II/52 en su variante ateniense temprana, donde aparece incluso una peana de Bw.
Nótese que aunque Siracusa posee una lista propia, estos acontecimientos tienen lugar a finales del siglo V a.d.C., periodo incluido en la lista II/9. Siracusa no tiene la importancia ni la capacidad de influencia que tendría más tarde, a partir del siglo III a.d.C., periodo en el que sí desarrolla su propia lista de ejército.

1 comentarios:

Alquimista Rojo dijo...

Bien documentado y explicado (poca comparación con ciertos textos míos, jejeje), un gusto de blog y me parece buen tema a hilo de las miniaturas.

Tengo una duda, son de alguna casa importante, Games Workshop? Si son accesibles quizá les eche un ojo.

Un saludo, sigo atento.